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El burladero

BALADA DE OTOÑO (Premio Santa Apolonia de Narrativa breve 2012)

9 Enero 2013 , Escrito por lacosanostra

                    

ceramica

         Las tardes de domingo en el otoño de bronce madrileño son de una  languidez pastosa con banda sonora futbolera de carrusel machacón y paseos a ninguna parte. En ellas el Retiro luce sus mejores galas cuando la luz se arrima a las amarillas copas y los niños se llevan a sus madres sin aliento camino del lunes.

Es el momento del paseo reflexivo y mudo de don Leandro, veterano Estomatólogo de vieja escuela, encorvado por el peso de los años y del torno, de figura esbelta, delgado, serio a pesar de la chispa alegre con la que te observa. Gusta pisar despacio los atardeceres fríos y bohemios del parque, con esa alfombra de hojarasca que cruje a su paso y un punto de nostalgia en la mirada. Sabe que está llegando al final del camino y paladea sus recuerdos pausadamente, saboreando imágenes de amigos, familiares y pacientes dormidos en el tiempo. Los duros comienzos en la Escuela de Estomatología de la Ciudad Universitaria, tras haber superado con éxito los seis años de esfuerzo, guardias, amistades, compañeros de escaño, biblioteca y copas que le llevaron a licenciarse como médico, una carrera de fondo que puso cimientos firmes en una cabeza que tras el paso por la Escuela, supo dirigir diestramente sus manos.

Fijó la mirada en un banco casi perdido, casi oscuro, en el que una joven pareja se derretía en un beso de rabia, ternura y pasión. Un beso de cine en el que los actores se interpretaban a sí mismos fundiéndose en blanco y negro entre las sombras con una luna llena de mentira a lo lejos, que resultó un globo hinchado de luz.

En esto estaba cuando saltó una chispa, un flash que le embistió de golpe para transportarle en el tiempo. A veces nos asalta una imagen del pasado al azar, como si una ruleta interior y caprichosa eligiera una secuencia concreta entre la inmensidad de archivos caóticos y anárquicos de nuestra filmoteca vital.

Una sala de prácticas en la Escuela de Estomatología era el escenario donde Leandro se encontraba atendiendo a un paciente sin rostro. Le ayudaba su compañera de prácticas Piluca, rubia de trigo maduro con risa hechicera y salada, ojos de almendra que dejaban entrar toda la luz de la mañana. Eran solo siete chicas en clase, aunque Soto, como le llamaban los compañeros, no se percató de éste detalle. Para él solo había una.

Preparaban un material espeso y pegajoso con el que tomarían impresión a su paciente sin rostro, para una prótesis precisa y cumplidora, cuando se acercó a ella sigiloso, decidido, ardiente, para rozar su mano, fijar su mirada en un seductor instante y depositar un beso furtivo, espontaneo, ardiente, irreal, cautivo y ladrón en sus aleteantes labios, capaz de detener el tiempo y dibujar en el rostro de su diosa una sonrisa fugaz que le llevó al Olimpo, endureció el yeso y dejó al desdentado con la boca tan abierta que paseaban por ella las moscas sin recato.

Pero como pasa siempre, se casó con otra, abrió una consulta en el barrio y se fue enterrando en vida dentro de la cueva, quitando muelas, nervios y dolores a cambio de una mujer satisfecha, unos hijos caprichosos y una cuenta bancaria algo más que corriente.

Pero los tiempos han cambiado radicalmente para volver lo blanco gris, como le contaba ayer a su colega Fabio, un bonachón dentista de su quinta, grueso, optimista de risa audaz y hoyuelo en el mentón. Ya sabes Fabio, ahora hay que ser gestor y saber de publicidad y marketing para ser un buen dentista. Apuraban el café en un clásico restaurante de mantel lagarterano y camarero miope de servilleta en el brazo. Tienes razón compañero, ya no basta con hacer un buen trabajo. Para dejar satisfecho a tu paciente tienes que hacerle una rebaja en el precio, regalarle un cepillo, prometerle una revisión con limpieza gratuita y darle un caramelo sin azúcar a la salida, para endulzarle la cuenta. Y no solo eso, se animó Leandro, hay que financiar los tratamientos sin cobrar intereses, poner una sala de espera de diseño y tener un local de puerta calle con escaparate a modo de boutique o salón de belleza. Te digo que esto ya me desborda y si no fuera porque tengo dos hijos en el paro y otra a punto de casarse me retiraba ya o ponía un consultorio médico para tratar enfermedades de transmisión sexual, que esas no varían y dan pocos problemas. Cuánta razón tienes viejo amigo, asentía risueño el fondón de Fabio observando un par de jovencitas con sus largas piernas de cigüeña doradas por un sol reciente y generoso. Los pacientes tampoco son ya los de antes, que te respetaban con verdadera adoración, aceptando los presupuestos resignadamente y efectuando el pago al instante, con la gratitud añadida que se demostraba en forma de óbolo navideño. Menuda diferencia con el paciente actual, que discute diagnósticos y tratamientos con autosuficiencia y seguridad, tras haber consultado ese diabólico invento de Internet, refutando cada actuación como si hubieran hecho un master en la materia.

Un silencio triste, prolongado de ausencias, voló sobre aquellas dos cabezas afligidas, testigos puntuales de un mundo que giraba a más revoluciones de las que ya eran capaces de contar. Sabían llevar con precisión la turbina hasta el negro pozo dañino de la caries, tallaban primorosamente el esmalte como un autentico Miguel Ángel bucal, metódico y preciso, para colocar coronas reales sobre las blancas y cónicas cabezas molares o puentes sin ríos sobre pilares firmes de osamenta rocosa. Artesanos de sonrisas de blancura nívea y fiera dentellada, saboreaban el amargo trago de brandy seco que el camarero antañón y miope había derramado en sus copas.

Menos mal que nos queda el Madrid de Mou y Cristiano, comenta don Leandro orientando el foco hacia aficiones comunes. Sí, es cierto, pero por desgracia han coincidido con el Barça de Mesi, junto a esa pandilla de magos bajitos. Maldita sea. La conversación gira por una espiral balompédica, como fieles socios y admiradores del blanco equipo glorioso y certero. ¿Te acuerdas de nuestras tardes en el Bernabéu? Las recuerdo bien Fabio, pero me acuerdo más de aquella tarde en las Ventas en la que El Juli se asomó al balcón de un Torrestrella bragado, meano y bizco de 600 kilos, para dejar una media verónica dibujada en el aire como ala de mariposa. Lástima que a los toros ya no va nadie, salvo alguna marquesa y los espontáneos que ya ni se tiran al ruedo. La mirada se empañó de niebla en el rostro de Leandro. En la pupila nos quedará siempre el arte, ese duende que nunca podrán igualar ronaldos ni mesis.

El sol se pone en las azoteas planas devorado por un Madrid de caña, tapa y chotis roquero, para encender las frías luces de LED sin sombra o los neones deprimidos por el paro. No hay compañerismo y nos hemos convertido en competidores entre nosotros, peleando por llevarnos al paciente. Vuelven otra vez los dientes afilados a la conversación. Todos quieren entrar en el negocio, sociedades que no aseguran la salud sino las muelas picadas, franquicias que tiran los precios y se anuncian como un detergente, correos electrónicos, páginas web…este ya no es nuestro mundo Fabio, este ya no es nuestro mundo, repetía bajando la voz con la mirada en el suelo feo de cabezas de gamba y rayas negras.

Las calles son esquinas que se doblan a sí mismas, con un cuchillo de hielo entre las manos que van clavando en el rostro al caminante. Leandro se tapa con la bufanda de la resignación, de lana vieja y tibio arrumaco. Una soga caliente que no ahoga, una serpiente arrebujada, sin lengua viperina. Se despidió de su amigo juntando sus manos suaves de artistas con un lánguido hasta pronto que sonó a sentencia.

Fabio murió al poco tiempo de un infarto de tristeza, nostalgia y panceta. Su amigo le recordaba ahora en este domingo de hoja caída y viento serrano, avanzando marcha atrás en un Retiro apagado donde sólo los gatos saben caminar con estilo. Una pareja sudorosa pasa a su lado corriendo sin ninguna prisa. Desde un transistor oculto sale una música urbanita: “El sol es una estufa de butano, la vida un metro a punto de salir, hay una jeringuilla en el lavabo, pongamos que hablo de Madrid…” La voz limpia de Antonio Flores regresaba del más allá.

Pobre Fabio, pensaba entre los árboles secos, al final te venció el marketing, el Google y el colesterol. Me has dejado aquí sólo, para luchar contra estos molinos, pero resistiremos como viejos roqueros, mañana te llevaré unas flores. El cielo se puso negro sin estrellas, no hay estrellas en el cielo de Madrid. Volviendo sobre sus pasos, el viejo dentista tuerce la mirada hacia una pantalla hipnotizadora, que emerge en el fondo de un bar. ¡Gooool! Gritan al unísono anónimas voces. ¡Gooool! Repiten las paredes. Su equipo, blanco como el cielo, ha marcado un tanto victorioso y en el rostro ausente de Leonardo se dibuja una sonrisa que le baña de paz. Hemos ganado Fabio, viejo amigo, levanta tu bandera blanca. Hemos ganado y durante toda esta semana habrá fiesta en tu cielo, lleno hasta rebosar de estrellas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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